LANCIA: UN PASEO POR LA REALIDAD Y EL DESEO DE RUINAS, MUSEOS, TASCAS Y PITANZAS.
(Coordenadas: 42° 31′ 48″ N, 5° 25′ 52″ W; en decimal: 42.53° N, -5.431111° ; UTM: 4711489 300335 30T)
Las pardas lomas de Lancia -que ya duran más que las altas torres de Atenas- se divisan nada más pasar Puente de Villarente y antes de llegar a Mansilla de las Mulas, en la carretera que une León con Valladolid. El yacimiento tiene varios accesos: el más aconsejable es el que parte desde las cercanías de Villasabariego, pasando primero por Villafañe, y que es el que está indicado, sin mucho empeño, por unos pequeños carteles que se ven de milagro; el más directo –aunque menos respetuoso con las señales que prohíben girar si uno va dirección Mansilla- es el que se toma desde la gasolinera que está en medio de la gran recta que hay entre Puente de Villarente y Mansilla de las Mulas, nada más pasar Villamoros de Mansilla, a la izquierda, según se viene de León. El viajero curioso hará bien en respetar normas y señales, ya que la Guardia Civil de Tráfico es de una inusitada y quizá encomiable eficacia en esta zona del país, aunque, si bien ven la paja de la infracción en coche ajeno, no suelen apreciar la viga del detector de metales en el propio yacimiento. También demostrará su inteligencia el transeúnte al acudir durante los meses de verano, cuando Lancia cuenta con un guía. Y, por último, dará prueba fehaciente de su prudencia y sabiduría si va pertrechado de gorra, cantimplora… y alguna prenda de abrigo, en el hipotético caso de que sea madrugador.
Nada más llegar al pié del yacimiento los ojos más observadores y picajosos apreciarán el descosido que una autovía en construcción le ha provocado en los últimos tiempos en aras de un progreso tan relativo como descerebrado. Una brecha de setenta metros de ancho y varios kilómetros de largo, donde han aflorado restos de importancia que, desgraciadamente, no son visitables, pero sí visibles, ¡mira tú por dónde, les han pillao con el carrito del helao!. Si, contra toda prohibición y consejo, se visitan estos criptorestos, se hará bien en no pisar muros ni pavimentos, no hacer agujeros, dejar las tejas en su sitio, dejar en paz hornos y tumbas y respetarlos adecuadamente, ya que carecen de vigilancia y su estado de conservación es muy, pero que muy delicado. Diversos juegos florales político/administrativo/dialécticos en los últimos tiempos han ocupado y entretenido a la prensa y a lectores ociosos de la misma con heterogéneas y curiosas declaraciones, invectivas, golpes bajos, propuestas marrulleras, propósitos calienta-urnas, despotriques varios, solemnidades solípedas, verdades como cuchilladas –más que como puños- y otras tan bonitas como inservibles “estocadas de dicción”, cuyo efecto en la protección del yacimiento ha sido, sencillamente, nulo. Que la fuerza se les va por la boca, dicen algunas lenguas viperinas, sin embargo yo creo que lo que ocurre es que por la boca lo que se les van son las buenas intenciones, que son baratas, y, ya se sabe, el camino de Lancia y del Infierno está empedrado de buenas intenciones, mucho ruido y pocas nueces. Será el clima, la pertinaz sequía de neuronas, o la ramplonería intelectual de gentes -¡ ay…,representantes nuestros!- que sólo se acuerdan del patrimonio cuando llueven chuzos de punta y peligra el sillón de sus entretelas, el usufructo del coche oficial o las legítimas ganancias en prebendas que el cargo proporciona. Sic transit gloria Mundi…, tempus fugit…, arrieritos somos… y en el camino de Lancia y de las urnas nos encontraremos.
En fin, que lo mejor es subirse a la parra…, digo al cerro, contemplar el paisaje, y visitar lo que visitable es: unas termas y un macellum. A poco que se le tire de la lengua al guía de turno, éste le dirá al visitante que las termas primero fueron simples, luego dobles -para ambos sexos- y que tienen los espacios habituales: apodyteria para cambiarse y dejar la ropa; frigidaria para bañarse en agua fría y demostrar el temple de cada uno; tepidaría para pasar el rato, frotarse con el ungüento apropiado o de moda y, si le hacemos caso a Marcial, para tomarse unos vinitos si se terciaba; caldaria para bañarse en agua caliente; una sofocante sudatio para que los varones exudaran y purgaran sus excesos de triclinio; un par de letrinas para lo que se puede suponer y una palestra para ejercitarse y quitar el frío de los huesos. También le explicará que el macellum es algo posterior a las termas y que si traducimos el termino latino por “mercado” es porque no tenemos otra palabra mejor que llevarnos a la boca (quizá, tienda de delicatessen gastronómica fuera más preciso), ya que se trata de establecimientos de lujo, donde sólo se vendían las viandas más exclusivas y delicadas, para los lancienses de morro más fino y sólo al alcance de los bolsillos mejor pertrechados de denarios. También le hablará de calles porticadas y de misteriosos edificios en fase de excavación que los arqueólogos, con su habitual prudencia y sutil olfato de cómo se puede meter la pata hasta la ingle cuando se abre la boca antes de tiempo, todavía no se atreven a adjetivar.
La visita al yacimiento puede rematarse acudiendo a una humilde aula arqueológica que está situada en los bajos del Ayuntamiento de Villasabariego, donde se pueden ver algunas maquetas, fotos y materiales arqueológicos procedentes de excavaciones antiguas y recientes. Nada ostentoso, sin duda mejorable -esperemos que pronto-, pero informativo y conservado con cariño por los habitantes de un municipio orgulloso de su pasado y esperanzado con su futuro.
La fiesta puede concluirse más tarde con la vista obligada al Museo de León, sito en el singular edificio Pallarés, en el centro mismo de la capital leonesa, donde hay varias vitrinas con estupendos materiales de Lancia y algunas maquetas poco llamativas, pero bastante precisas en cuanto a lo que creemos que Lancia fue.
Al viajero atento y competente no es preciso que le diga que si, ya que está en Lancia, no visita San Miguel de Escalada, el Monasterio de Gradefes, el de Sandoval, Marialba, un estupendo y casi recién estrenado Museo Etnográfico en Mansilla de las Mulas o San Isidoro de León, algún día, tarde o temprano, se arrepentirá y hasta puede que algún alma poco caritativa le afee la conducta, y con razón. También podrá comprobar el por qué a muchos leoneses y a otros que sólo presumimos de serlo, en alguno de estos sitios, se nos cae el alma a los pies y enrojecemos de vergüenza cada vez que acompañamos a propios y foráneos a visitarlos, dada la incuria, dejadez, suciedad y deterioro que se hace patente con sólo darles un vistazo. Podría continuar la lista hablando del Museo de Arte Contemporáneo, la Catedral de León o el Húmedo, pero el viajero debería ser muy torpe si necesitara tales consejos y, ya se sabe, los torpes hacen perder mucho tiempo, así que me ahorro tan absurdos comentarios.
La hora de la verdad:
el viajero, por frugal y ascético que sea, con tanta ida y venida, en algún momento sentirá hambre. Nada más adecuado, nada más oportuno, ningún sitio mejor que éste para tales humanas debilidades ya que, afortunadamente, las posibilidades son muchas. En las cercanías de Lancia está Mansilla de las Mulas, con paraísos de cecina de chivo entrecocida, lengua en su salsa, bacalao y, si tiene suerte, unos arrocines del papo de la Reina con pulpo, o lo que sea (alubias secas de tamaño tan minúsculo como de delicada textura) que todavía me hacen salivar y llorar de agradecimiento con su sólo recuerdo, en la tradicional, monástica y entrañable Casa Marcelo, o las comidas económicas, francas, caseras y sin tapujos de la Alberguería del Camino o, para los más apegados a los manteles de hilo y menos cuidadosos con su cuenta corriente, las suculentas especialidades del El Hórreo. Claro, hay más sitios y, como Mansilla es Villa de ferias y mercados, siempre se puede comer bien en cualquier sitio si se elijen bien los platos y no se le piden peras al olmo, o no se hace como un viejo amigo mío, que siempre come fatal ya que se empeña en pedir merluzas a la vasca en plena meseta y lechazos asados en la costa levantina…
Muy cerca también están las tradicionales bodegas de Valdevimbre, territorio de llanuras de cecinas, alcores de picadillo, altozanos de morcillas leonesas, mesetas de indescriptibles tortillas de patata guisadas con tomate, pimientos y pimentón, canchales de chuletillas de lechazo o altos cerros de chuletones de contundentes vacas –a las que llaman “buey” los más crédulos, travistiéndolas- sólo aptos para carnívoros anónimos o confesos.
De Lancia hacia León merece la pena desviarse a la izquierda unos cientos de metros, al llegar a Arcahueja, y acceder al altozano de Las Pallozas donde, para qué negarlo, casi todo está bueno, pero donde reinan sin duda las carnes rojas emparrilladas en una brasa milagrosa que las tuesta en superficie y deja jugosas por dentro, a poco que instemos al chef a dejarlas como debe ser, so pena de jugarse la propina, la fama o ambas cosas a la vez.
Después, siempre nos quedará León, a quince kilómetros de Lancia, donde son tantos los sitios memorables y tan pocas las posibilidades de equivocarse que es mejor dejar al viajero competente que ejerza de tal y, si se mete en un burger, una pizzería o cualquier sitio de comida rápida, que su conciencia y su digestión se lo reclamen.
Quienes gusten de los platos de diseño con propuestas innovadoras, las minúsculas delicias de la deconstrucción -necesaria o no- de lo cotidiano, las sorpresas emulsionadas, las sospechosas espumas de sabores supuestamente impactantes, los tiempos de cocción milimetrados y declarados o las combinaciones de texturas agresivo-epatantes, también encontrarán su lugar y, seguramente, acertarán o no en función de sus conocimientos, expectativas e improbable sumisión al snobismo. Es difícil, aunque nada es imposible, que me encuentren allí, pues casi siempre me decanto por la tasca, donde la parroquia habla mal del Gobierno, de la oposición, de la Santa Sede y, si es preciso, le dicen al camarero que su vino está aguado, caliente o demasiado frío, sin temer que se trate de una propuesta novísima y de moda y que van a frustrar para siempre la magistral creatividad del sumiller-tabernero de marras. Que, ya lo decía un viejo chascarrillo: está bien que al pan le llamen pain o que al vino le llamen vin, pero no hay derecho que al queso, ¡que se ve tan claro que es queso!, le llamen ¡fromage!…, vamos, sin conocimiento… y, lo que es peor, sin fundamento ni necesidad.